No eran sus ojos, no eran sus manos, no eran sus labios, no era su pelo. Ya no. Ya no era su olor, ya no era su mirada, ya no era su voz, ya no era su sexo. Se había ido. Había recogido sus cosas, había cerrado la puerta de un portazo, y creo que había tirado la llave. Y digo "creo" porque después del portazo oí el tintineo en el suelo, y un sonido rasposo me hizo pensar que algo metálico se deslizaba por el mármol de la entrada. Esperaba que la recogiera. Que se diese la vuelta y la metiera en la cerradura, pero no fue así. El tintineo cesó, y se oyeron pasos a lo lejos. Se había marchado.
No salí. No le detuve. No le di ninguna razón para quedarse. No me dijo a dónde iba, y yo tampoco se lo pregunté. Creo que no terminé de creérmelo en ese momento. Pensé que había sido una discusión más y que había salido a tomar el aire y despejarse. Pensé que volvería, como siempre, un par de horas después. Solía salir a pensar y reflexionar fuera, y creí que en eso iba a emplear su tiempo esa vez. Que tiró la llave por una rabieta, pero que regresaría a cogerla antes de que alguien se la llevara o que él mismo olvidara dónde la había dejado.
No se despidió de mí ni me dejó una nota. Se fue sin más, sin hacer ruido. No llegamos a discutir, ni hubo ningún motivo que nos separara definitivamente, pero tampoco hubo ninguno que nos uniera o que nos recordara por qué habíamos estado juntos tanto tiempo. Y eso me confundió tanto que pasé de la tristeza al desconcierto en cuestión de segundos. Necesitaba respuestas y ya no tenía a quién hacerle las preguntas. Le di vueltas. Miré el reloj cada cinco minutos pensando que debía estar sumido en una reflexión muy profunda, o que le estaba costando tomar la decisión adecuada.
Pero esa vez no fue a reflexionar, y no me di cuenta hasta unos días después. No estaba meditando sobre ninguna decisión, la tomó en el mismo momento en que salió por la puerta. Ya no era la misma persona. Cambió. O cambié, no lo sé. Solo sé que lo intentamos y algo salió mal. O simplemente dejó de funcionar. Tal vez lo nuestro tuviera una fecha de caducidad desde el principio y nos empeñáramos en no verla. O más bien "me empeñé". Se acabó el yogurt, y yo no quise tirar el envase, aún sabiendo que era de plástico.
No me dio ninguna explicación, pero en el fondo no la necesitaba realmente. Las miradas de los últimos meses me lo habían dicho todo, y sus manos, su piel, su cuerpo, por el contrario, no me habían dicho nada. Ya no había conversación verbal entre nosotros, y la no verbal dejaba mucho que desear. Era fría, y yo necesitaba calor. Intentaba encender la llama, que volviera la chispa, pero en su corazón ya no quedaba leña, y yo, sin querer, estaba humedeciendo el suelo. Se me olvidó que no era compatible mi agua con su fuego.
Mi cabeza me decía que si había sido así esos últimos meses era porque su cuerpo ya no tenía nada que decirme, pero mi corazón estaba esperando el último (o en su caso, primer) alegato que le permitiera volver.
Y aunque yo había sido siempre el Pepito Grillo que le aconsejaba a mis amigas no esperar ni dar segundas oportunidades, me costaba (o negaba a) creer que esta vez se iba sin ninguna explicación, y era yo quien no quería dejarle ir. Y lo peor de todo era que estaba totalmente dispuesta a dejarle volver, es más, estaba convencida de que le recibiría con los brazos abiertos. De lo que no estaba convencida, y debía hacerme a la idea, era de que él ya no quería (ni querría jamás) esos brazos. Y eso, aunque me costaba admitirlo, me dolía. Mucho. Se acabó el yogurt, y yo no quise tirar el envase, aún sabiendo que era de plástico.