Mis pies hundidos en la arena, mis dedos jugando con cada uno de sus granos. Están fríos, la noche dejó su rocío sobre ellos, y ahora mis pies, al entrar en contacto con ellos, descienden a su misma temperatura. Mis dedos se hunden en ellos y a veces levantan montoncitos como pequeños superhéroes. La playa es inmensa y cuesta creer que está compuesta solo por estos granitos tan pequeños. Uno tras otro se amontonan haciéndole frente al mar, marcando su territorio y poniéndole fronteras. Yo paseo por ellas, aunque no las llamo "fronteras", las llamo "orillas". Son suaves y compactas, el mar unió sus granos a modo de pasta. Los conectó entre sí para que ejercieran una única función: acariciarlo.
El mar está en calma, y eso es lo que me transmite. Tiene unas aguas cristalinas y saladas, puedo oír cómo las olas llegan suavemente a la orilla. Parte del agua se funde en la arena, y la otra parte regresa al mar. Un poquito de esas gotas se queda para siempre junto a la arena, formando parte de ella. Intercambian caricias, y cada uno se queda con algo del otro. Forman parte de una simbiosis perfecta. Nada puede salir mal, ambos se necesitan porque no habría orilla sin mar, ni playa sin orilla.
El mar es agua salada que cubre tres cuartas partes de la tierra (eso pone en el diccionario), pero para mí, en ese momento, es calma, tranquilidad, paz,... No sé si alguna vez habéis sentido la necesidad de estar en un sitio físico, y no me refiero a cuando quieres ir a una fiesta y no puedes, o cuando tus padres no te dejan ir a la discoteca de moda a la que van tus amigos esa noche. Me refiero a cuando tienes un mal día o necesitas desconectar, y automáticamente sabes que para ello tienes que estar en un sitio en concreto. A mí me pasó. Tuve un mal día en el trabajo (hace unas semanas) e, inconscientemente, pensé en el mar. Supe que necesitaba el mar.
Es mágico, y a lo mejor la gente que viva lejos o no suela ir con frecuencia a la playa, no lo entiende. El mar tiene la habilidad de dar paz y sosiego. Cuando entras en él (siempre que no esté revuelto), la tranquilidad de las olas y el ritmo al que van, te hacen sentir así. Tu ritmo cardíaco se adapta al que lleva el mar en ese momento, y te relajas. No importa lo que tengas que hacer después, la propia agua salada se encarga de restarle importancia en ese preciso instante. El mar sana, tranquiliza, y aunque pique, a veces cura heridas.
El mar en calma, la arena fría y el atardecer acechando. El sol se va yendo y solo se oye el mar. Su espuma salada tiñe la arena al acariciarla, se funden en un abrazo. Poco a poco el agua se va integrando en ella, formando así parte de su encanto. Se adentra entre sus pequeños granitos, instalándose en sus entrañas. Y juntas crean ese equilibrio perfecto, esa simbiosis, que transmite calma y tranquilidad, ese paraíso llamado playa.