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Llegué aquí una fría madrugada de diciembre. Los primeros libros que llegaron a mis manos me mostraron la magia de la imaginación y la belleza de las palabras. Más tarde, despertaron en mí la necesidad de plasmar éstas en nuevos relatos. La música me enseñó otra forma de ver la vida y, aunque no sé cantar, disfruto mis ratos libres escuchándola. Estas tres pasiones y disfrutar con la gente que me quiere son los pequeños placeres de mi vida. Me gusta fijarme en los pequeños detalles, ya que son los que le dan un toque personal a las cosas, e intento introducirlos en todo lo que hago, incluidos los relatos. Me gusta andar aunque no sepa a dónde voy o vaya sin rumbo fijo, creo que perderse es una buena forma de conocer otros lugares. Disfruto nadando, aunque no tenga el suficiente tiempo para ello, ni la playa muy cerca. Me considero una persona sencilla, no necesito gran cosa para ser feliz. Me gusta hacer las cosas de manera original, pero no destacar. Y estoy aquí porque necesito sacar las pequeñas ideas que pasan por mi cabeza.

viernes, 28 de junio de 2013

Ella

Ahí está. A apenas tres metros de mí. Ahí está, sin imaginarse que la estoy mirando. Sentada en un banco, leyendo un libro, de misterio quizá, de aventuras o ¿por qué no? De amor, quién sabe. Apoya una pierna encima de la otra, deja su bolso al lado, y se recuesta en el banco. No sabe que la estoy mirando, está sumergida en su libro, en sus historias. De vez en cuando levanta la vista para comprobar que su pequeña está bien.
Es guapa, muy guapa, la mujer más guapa que he visto en mi vida. Morena y hermosa. De oscuros, largos y lisos cabellos, de ojos verdes intensos, con una mirada limpia y pura; fija en las páginas que la transportan a un mundo nuevo, su mundo; de fantasías, de historias completamente disparatadas, de esas que solo se encuentran en los libros. Lleva unos vaqueros y una camisa azul tenue, que hace contraste con sus ojos verdes. 
Un pajarillo se le acerca cantando, y ella lo mira y sonríe. Se aparta un mechón de pelo que le tapa los ojos, se lo coloca detrás de la oreja y vuelve la página de su libro. Continúa leyendo. Los niños juegan delante de ella, acompañados de esa risa típica de niños, ésa que suena a despreocupación, a vivir el momento sin pensar en un mañana, en que pasará una hora más tarde,... La risa que únicamente disfruta el momento, ésa que, a medida que vas creciendo, madurando; sin querer, sin darte cuenta; vas perdiendo.
Ella sonríe y saca un botellín de agua de su bolso. Bebe un trago, vuelve a alzar la vista para vigilar a su pequeña, sonríe, y continúa leyendo, y así pasa un cierto rato. Yo la observo y miro también a su pequeña, mientras tomo un café en el bar que hay enfrente del parque, donde se encuentra el banco en el que está sentada. Solo quiero congelar el tiempo, para seguir observándola, pero no puedo, el tiempo debe seguir su curso. A veces pienso en acercarme a saludarla, pero lo pienso mejor y decido no ir. No quiero molestarla, prefiero observarla de lejos, sin que se dé cuenta de ello.
En ese momento se le acerca su hija, su pequeña, una niña de apenas cuatro años que ya le llega hasta la altura del vientre. Una pequeña de pelo rizado y rubio, de ojos azules y una sonrisa entre sus labios. No es muy parecida a su madre, al menos no físicamente, pero es bonita. Ella la recibe con una sonrisa y le aparta el pelo que le cae por delante de los hombros. Hablan y la pequeña le toma la mano mientras le pide que la acompañe. Madre e hija atraviesan el parque con una sonrisa, mientras ella se suelta de la mano de ésta, y se la pasa  por encima de los hombros, atrayéndola hacia sí misma, haciendo que ésta se sienta protegida por ella. La pequeña sonríe y espera junto a ella al lado de unos columpios, mientras hablan.
Un niño, vestido con unos vaqueros oscuros y una camiseta roja de manga corta, de unos seis años más o menos, se acerca y le dice algo al niño que está sentado en el columpio, éste se asombra y se baja deprisa. Los dos niños hablan y salen corriendo hacia un grupo de chavales de su misma edad.
Su pequeña se monta en el columpio y ésta se coloca detrás de ella, la rodea con los brazos y la impulsa hacia arriba, balanceando su columpio, angrunsándola, como diría la gente mayor de la tercera edad. Y así, madre e hija pasan un buen rato.
Yo me entretengo mirándolas, con la seguridad de que no se darán cuenta de que estoy aquí. Observo sus risas, sus gestos,... De repente le suena el teléfono móvil, ella lo saca del bolso y se aparta hacia un lado del parque. Habla y esboza una sonrisa, una de sus hermosas sonrisas, de ésas que hacen que todo el mundo que le rodea brille con más intensidad, deslumbrándola como si fuera un ángel, de una belleza sin igual. Una sonrisa de las que hacen que el mundo se detenga, únicamente, para fijarse en ella.
Una breve conversación y una sonrisa aún más inocente y bella. Después de unos minutos llega él, su marido, que le aparta un mechón de pelo que le cae en la cara y la besa con ternura. Ella sonríe y pronto llega hasta ellos su pequeña, corriendo, esbozando también una sonrisa. Él se agacha y abre sus brazos mientras la niña corre hacia ellos, la abraza y le da besos en las mejillas mientras le dice algo al oído, algo que hace que la pequeña se ría. Y así se van los tres, riéndose. La pequeña jugando, y ellos intercambiando miradas llenas de complicidad.
Y mientras, yo pido la cuenta en la cafetería, pago y me vuelvo a mi casa; satisfecho, contento de ver que están bien, y sobre todo, de saber que es feliz.

miércoles, 26 de junio de 2013

Un día cualquiera

Eran las cuatro de la mañana. El viento golpeaba las ventanas con fuerza y se podía oír la lluvia caer fuera. El ruido la despertó, o eso se repetía Sara. Fue a la cocina, vestida con su pijama azul a rayas, y se sirvió una taza de café, mientras Lucy, su perro, la observaba. Hacía tiempo que no dormía bien por las noches, desde que Nerea se fue. Se mudaron juntas al centro para estar cerca de la universidad, pero a Nerea le habían dado una beca por sus excelentes notas, sobre todo en idiomas, y se había ido a Harvard a estudiar; dejándola allí, con Lucy. A veces se sentía sola, aunque tenía a Lucy, incluso culpaba a Nerea de dejarla sola, pero en su interior sabía que era lo mejor que podía haber hecho y se alegraba por ella.
Su rutina se limitaba a desayunar un café todas las mañanas, pasear a Lucy temprano, coger el autobús, intentando encontrar un asiento que quedara vacío, cosa que no era muy habitual; bajar siempre en la misma parada, andar cinco o diez minutos hasta llegar a la facultad, en realidad de eso no podía quejarse ya que la facultad quedaba cerca de su parada; volver a casa para comer, a eso de las tres de la tarde; encargarse de las tareas domésticas, descansar un poco y volver a estudiar; y por la noche ir a trabajar como camarera en el pub "Lalyston" ."Al menos estoy entretenida", pensaba Sara. Le reconfortaba pensar que estaba haciendo las cosas bien.
Ese día se levantó temprano, tampoco esa noche había dormido bien, se vistió con sus vaqueros oscuros y su camiseta marrón chocolate. Se tomó su café, bien cargado, como de costumbre; y se dispuso a llevar de paseo a Lucy, un paseo corto que apenas duró diez minutos, puesto que no quería llegar tarde a la facultad. Lucy era una chiguagua marrón de apenas dos años, de ojos verdosos y oscuros. A pesar de su corta edad no solía hacer destrozos en casa, y sabía contenerse. Cuando se dio cuenta de la hora que era, vio que casi perdía el autobús. Cogió su bandolera negra, se guardó su portátil, sus auriculares, cogió las llaves y el móvil, y se apresuró a la parada. El autobús se disponía a arrancar, menos mal que el conductor la conocía, era Marco. Siempre tenía el turno de mañanas. Sara y él habían coincidido varias veces. Subió al autobús y le dio las gracias por esperarla, después se dispuso a buscar un asiento libre, mientras él iniciaba una maniobra para salir de la estación de autobuses. Como de costumbre, no encontró ningún asiento vacío y se tuvo que quedar de pie. Así que se recostó en una de las barandillas, apoyando su bandolera en el suelo, con cuidado, ya que no quería estropear su portátil. Después de quince minutos el autobús se detuvo en su parada, no sin antes detenerse en unas cuantas por el camino. Sara se bajó y caminó hacia  la facultad, observando mientras las calles y grandes edificios que la rodeaban. Entró en el campus y se dirigió a su aula.
Las clases eran eternas, algunas entretenidas, otras un rollo, o eso le parecían a ella; aunque atendía a todas ellas, ya que sabía la importancia de éstas. Estudiaba magisterio de educación primaria en la universidad de Murcia. Era ya su segundo año, y se sentía muy a gusto, sabía que no se había equivocado en su elección, y en la importancia que esto suponía para su futuro. Había hecho amistades en la universidad, y eso era importante para ella, ya que era nueva en Murcia, sobre todo ahora que Nerea se había ido. Ese día las clases le parecieron amenas, de modo que la mañana se le pasó rápidamente. El profesor Laurence, se dispuso a explicar la "psicología del desarrollo", mientras Sara y sus compañeros tomaban notas, atendían y le hacían preguntas a cerca de las diferencias psicológicas entre las edades que deben tener los alumnos comprendidos entre primero y sexto curso de primaria... Laurence explicaba de nuevo las evoluciones que los niños llevan a cabo durante esas edades, sus inquietudes, sus posibles actitudes,... e iba despejando las dudas de sus propios alumnos. Las clases pasaron hasta llegar a las tres de la tarde, se habían acabado por hoy.
Sara se volvió a subir al autobús y se colocó sus auriculares. Le gustaba escuchar música mientras iba en carretera. Se acababa de bajar el CD nuevo de Bruno Mars, y se dispuso a escucharlo. Llegó a casa, cocinó unos macarrones, y después de comer se puso a limpiar, fregar...y todas esas tareas para las que nunca hay ganas, pero que todos los días hay que hacer. Más tarde, a eso de las cinco, se puso a estudiar, hasta las nueve, cuando salió hacia el "Lalyston" a trabajar.
Un saludo a Jaime, su jefe, y derecha a la barra. Enfriar bebidas, limpiar algunas mesas que quedaron sucias la noche anterior, barrer el suelo y fregarlo, colocar los vasos, platos, copas, y demás cubiertos en su sitio...Hasta las diez, cuando el "Lalyston" abrió sus puertas. Jimena, Luis, Daniel, Rocío, Elena y el resto de la plantilla fueron llegando uno detrás de otro. La noche transcurrió tranquila, el pub a rebosar, los camareros de la barra sin parar de servir, y los encargados de las mesas sin descansar ni un minuto. Fue una noche sin descanso, pero también sin agobio, y lo más importante, sin ningún altercado de esos que suelen ocurrir en los pubs y que nunca acaban bien. A eso de las tres de la mañana, el "Lalyston" cerró sus puertas y Nerea se fue a casa, después de recogerlo todo. Volvió a casa, se dio una ducha, paseó a Lucy, cenó una ensalada ligera; le dió un repaso a sus estudios y se fue a dormir. Otro día más había acabado.