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Llegué aquí una fría madrugada de diciembre. Los primeros libros que llegaron a mis manos me mostraron la magia de la imaginación y la belleza de las palabras. Más tarde, despertaron en mí la necesidad de plasmar éstas en nuevos relatos. La música me enseñó otra forma de ver la vida y, aunque no sé cantar, disfruto mis ratos libres escuchándola. Estas tres pasiones y disfrutar con la gente que me quiere son los pequeños placeres de mi vida. Me gusta fijarme en los pequeños detalles, ya que son los que le dan un toque personal a las cosas, e intento introducirlos en todo lo que hago, incluidos los relatos. Me gusta andar aunque no sepa a dónde voy o vaya sin rumbo fijo, creo que perderse es una buena forma de conocer otros lugares. Disfruto nadando, aunque no tenga el suficiente tiempo para ello, ni la playa muy cerca. Me considero una persona sencilla, no necesito gran cosa para ser feliz. Me gusta hacer las cosas de manera original, pero no destacar. Y estoy aquí porque necesito sacar las pequeñas ideas que pasan por mi cabeza.

miércoles, 15 de abril de 2020

Cuando podamos abrazarnos

Cuando todo esto acabe, cuando hayamos destronado al virus, y se haya quedado sin corona. Cuando las mascarillas no sean necesarias, las colas de uno en uno en las puertas de los supermercados se terminen, y podamos entrar con normalidad. Cuando podamos saludarnos y pararnos a hablar en mitad de la calle. Cuando abuelos y nietos se reencuentren, los trabajadores de las residencias puedan reunirse con sus familias y el personal de limpieza pueda descansar un día entero.

Cuando la curva caiga en picado y los hospitales se vacíen. Cuando los hospitales de campaña se desmonten. Los hoteles dejen de estar medicalizados y pasen a tener sólo huéspedes sanos. Cuando los bares se reabran y podamos brindar con unas cervezas bien frías. Cuando todo esto pase, que pasará.

Cuando acabemos con el ya conocido COVID-19, el número de altas supere al número de infectados, y el de fallecidos caiga en picado, nos sentiremos vencedores de una guerra. Una guerra sanitaria en la que habremos colaborado todos. Los propios ciudadanos, las fuerzas de seguridad, el personal sanitario, todas aquellas personas que nos quedamos en casa, y todas aquellas personas que no lo hicieron porque tenían una labor social que cumplir. 

Cuando se levante el estado de alarma y podamos volver a los centros escolares, laborales,...Cuando podamos volver a darle al "play" de nuestras vidas y seguir con nuestras actividades cotidianas. Cuando nos podamos juntar a tomarnos unas cervezas, a echar la partida de mus con los amigos, a llevar a los niños al parque, a ver a nuestros amigos y familiares. Cuando todo esto pase, cuando podamos abrazarnos, nos volveremos a juntar en tu casa, en la mía o en el bar de la esquina tu y yo. Te daré el abrazo que ahora tanto ansío, te comeré a besos aunque te quejes o nos miren, te diré todo aquello que no te dije la última vez que te vi, y no me importará que vayas despeinado, con la camisa por fuera, los zapatos sucios o que la mesa esté coja. Y es que cuando todo esto pase, nos vamos a fijar menos en los detalles y más en el interior de las personas. Cuando todo esto pase, me dará igual que la cerveza esté caliente o fría, solo me importará poder verte sin tener una pantalla de por medio. Poder abrazarte, tocarte y besarte. Cuando todo esto pase, cuando podamos abrazarnos.

martes, 14 de abril de 2020

No llevaban capa, llevaban bata

Catorce. Catorce de marzo. Catorce de marzo de dos mil veinte. Ese día mi madre recibió una llamada del centro de salud donde trabajaba. No tenía turno ese día pero necesitaban el máximo de sanitarios disponibles y la llamaron. Mi madre era médico, se dedicaba a salvar vidas. Mi padre y yo fuimos hasta la puerta de casa con ella, no podíamos salir. El gobierno había decretado el estado de alarma y solo se podía salir para ir al médico, comprar comida y sacar a nuestras mascotas. Por aquel entonces los que teníamos mascotas éramos unos privilegiados, ese día empecé a valorar más a Rico. 

Cada vez que mi madre salía a trabajar me daba un vuelco al corazón. Tenía que ir. Formaba parte de aquel ejercito de superhéroes que nos estaban salvando de la muerte. Porque eso eran: superhéroes. En aquel momento las profesiones como futbolista, cantante, actriz,...Dejaron de ser las referentes para muchos niños y niñas, y profesiones como médicos, enfermeros, científicos, limpiadores,...Ocuparon su puesto. Los sanitarios nos estaban salvando la vida, cambiando capas por batas y antifaces por mascarillas (que por cierto, se volvieron valiosísimas y muy difíciles de conseguir).

Los ancianos fueron los que  pagaron la mayoría de  platos rotos, y es que aquella generación que venció y sobrevivió a una guerra, que luchó por conseguir la democracia y libertades de las que hoy gozábamos, estaba cayendo poco a poco. Las residencias se confinaron, perdieron a muchos de los suyos, y eran pocos los que podían asistir al entierro de sus seres queridos. Aquellos soldados, aquellas familias que sobrevivieron a las armas, al hambre y a la pobreza, estaban cayendo en masa frente a un bichito. 

Un bichito, un virus que había paralizado a toda la humanidad. El confinamiento empezó en China, y poco a poco se fue extendiendo por Asia, Europa, América y parte de África. Se cerraron comercios, se cerraron bares, las reservas en hoteles descendieron. Se cerraron colegios e institutos, y algunas universidades empezaron a dar clases online. Hubo despidos, se cancelaron prácticas, nos familiarizamos con las palabras: ERTE, confinamiento, coronavirus y pandemia. Pero no todo fue malo, también aprendimos a pasar más tiempo en familia, jugando a las cartas, a los barcos, al parchís,...Haciendo videollamadas, practicando ejercicio. Aparecieron nuevas formas de dar clases, por correo, dando clases online, integrando a los profesores en grupos de whatsapp,... Cambiamos la forma de trabajar y de relacionarnos.

Nos pidieron que guardáramos una distancia mínima de seguridad de un metro. A nosotros. A un país que se saluda dándose dos besos. Un país que se felicita dando abrazos. Un país en el que nos presentamos, o cerramos un acuerdo, con un apretón de manos. Un país fraternal y afectuoso donde nos gustaba achucharnos y caminar de la mano. En ese momento nuestras manos las cubríamos con guantes de látex o polivinilo, nuestros labios (que tanto usábamos para besarnos) los cubríamos con mascarillas, y fuera de casa no nos abrazábamos ni nos besábamos. 

El país escuchó al gobierno, y respondió a su petición. La mayoría nos quedamos en casa, pero no de brazos cruzados. Nos quedamos escribiendo, haciendo tutoriales para entretener a pequeños y mayores, componiendo canciones, haciendo directos de Instagram, compartiendo juegos y actividades con nuestras familias, y acudiendo cada día a una cita nacional que los ciudadanos acordamos. Y es que cada día a las ocho de la tarde, todos salíamos a nuestros balcones y ventanas a aplaudir a los que nos estaban salvando a todos. A los trabajadores de supermercados y tiendas que abastecían a la población para evitar mayor desastres, a los hosteleros que daban de comer a sanitarios y necesitados, a los presentadores de televisión que nos entretenían cada día haciendo que el confinamiento fuera más ameno, a los periodistas que nos informaban de cada noticia en telediarios y periódicos, así como a toda su redacción. A todas las empresas que habían cesado su actividad para ponerse al servicio de los ciudadanos, haciendo mascarillas, pantallas,...A todos los empresarios y famosos que habían donado dinero para la investigación o creación de recursos contra el coronavirus, al sector farmacéutico que aguantaba en primera línea. A todos aquellos ciudadanos que, de una manera u otra, estaban aportando su granito de arena para luchar contra el ya conocido como COVID-19 y sus consecuencias. A sanitarios como mi madre, una médica que se dedicaba a salvar vidas. Y así fue como nos dimos cuenta de que nuestros verdaderos héroes no llevaban capa, llevaban bata.